Instalados el escocés Macdowel
y Alonso en la hostería, sentáronse en una mesa más coja que el pirata Arnaud,
que cuando se apoyaba se ladeaba para un lado. Viendo que esto les dificultaba
saborear el guiso, aunque era preferible comerlo sin respirar, por los olores que la carne despedía, púsole Alonso a
instancias de su amo, una rodaja de pan duro debajo de la pata mala y a modo de
tope. Mientras Buttarelli, alertado por el llamado de tan raros clientes,
acudía a atenderlos.
-¿Hablá de negocios? Creía
que querían comer rápido para seguir su camino.
-De eso mismo se trata.
Quisiera comprarle tan noble posada para poner una venta de “hamburguesas” que,
por supuesto llevará mi nombre. Pero de eso no debe preocuparse, Vuestra Merced,
que ya lo tenemos más que cocinado.
-¿Hambur… qué? ¡¡Esta es una
posada decente y nadie va a vení decir groserías aquí!!
Buttarelli pegó un golpe
sobre la mesa al escuchar las palabras de Macdowell, con tan mala fortuna que
se salió el pan que mantenía la mesa derecha y el guiso caliente cayó sobre la
falda del escocés, que ni lerdo ni perezoso, de un tirón se la levantó hasta el
cuello.
¡Menuda sorpresa se llevó el
posadero! Debajo de su digna falda no llevaba interiores, con lo cual pudieron
apreciar las bondades de aquel cuerpo en llamas, que a decir verdad, dejaba
mucho que desear. El escocés chillaba como un carancho, pidiéndole a Alonso y a
Buttarelli, que le sacaran el guiso de sus partes.
-¿A vé, si voy a meter mis
mano, allí? Usté será muy escocés, pero aquí somos todo muy hombre ¡pardiez! –Y
vociferando para que su mujer lo escuchara, le dijo.
-¡¡Ven a vé este relamido!!
¡¡Si es pa matarse de risa!!
-¡Sus muertos!- Aprovechó a
decir el abuelo, aunque no entendía ni jota lo que estaba pasando.
Alonso, con
la punta de sus rechonchos dedos, quitó la falda de su amo y lo cubrió con un
trapo roñoso que le acercó la mujer de Buttarelli, con lo cual, la negociación se
dejó para más adelante, mientras que los tres perros del lugar, aprovechaban
para comerse el guiso en tan escandaloso plato.
En tanto, las dos o tres
señoritas de dudosa moral que estaban en un rincón, reían a carcajadas y se
ofrecían para hacer el trabajo “sucio”.
Macdowell emitía unos
improperios en su lengua natal, que poco se parecían a una oración santa a
juzgar por el color rojo de sus mejillas y los alaridos que daba, así como estaba, envuelto en
los trapos como una momia.
Pero volved ponto que lo demás, también es de contar.