miércoles, 25 de marzo de 2009

Capítulo VI: Perottinni muestra la hilacha


Ya suponía yo, que me iban a andar con remilgos a estas horas del alba, pero sepan ustedes que no saben lo que se pierden. Si mis cicatrices tuviesen labios para parlotear les dirían que han nacido del fruto de las venganzas de maridos despechados, que aún no comprenden ni saben encajar el placer que he causado a sus respectivas damiselas. Además, señora mía, si su intención es la de unir de nuevo a don Cesar y a un servidor para llevar a cabo no se que hazaña, no estaría nada mal que considerase la ocasión de pagarme un adelanto al mostrarme sus encantos. Le juro por la Santa Inquisición, que si me acompaña a aquel rincón de la taberna tan solo asistiré como tierno mirón, no la tocare, pero por lo que más quiera desabroche ese fino y elegante corpiño ante mis ojos.


¡Pardiez, Perottinni! Si lo que buscáis es reyerta, vive Dios que dispuesto estoy a ofrecerla, ya me conocéis: si alguna de esas cicatrices fuera de mi espada no estaríais fanfarroneando tanto. Por el amor de Dios, conteneos, que hay mucho en juego, y no bebáis más. ¿Creéis que estamos en Flandes? ¡Y no juréis por la Inquisición, por lo que más queráis!

Comprendedlo, doña Marian, la guerra y el presidio pueden transformar cualquier alma. La de él nunca fue blanca, precisamente, y después de semejantes vivencias… comprended que es natural. ¿Será posible que esta hostería no conozca un día sin una riña?

Lo dicho, Perottinni, si persistís por ese camino terminaréis recibiendo una estocada, y vos, doña Marian, tened la prudencia de cubríos con el chal, ¿acaso no sois consciente de vuestros encantos? A lo que vamos, Perottinni, si sabéis algo del oro, de las joyas o de la pierna incorrupta de san Agilolfo, decidlo, puede que no sea tarde, yo lo único que sé es que no me la he comido ni echado a los cerdos y que puede valer una fortuna; si no, pasemos a hablar de la cuestión del reloj.

Esta noche, como saben vuestras mercedes, fui a resolver algunos asuntos y dispongo de información que pude interesaros, señoras, aunque si, según la leyenda, sólo puede recuperar ese reloj un caballero impoluto, difícil lo tenemos. Aunque tampoco creo mucho en leyendas.


De acuerdo, disculpen mi proceder, pero creo que todo es culpa de este maldito caldo que nos está sirviendo esta noche Buttarelli. ¡Maldito posadero venido a más! ¿porque no gastas ahora el mismo buen vino que pusiste al comenzar la noche a esos mal nacidos recaudadores de impuestos? En fin, mis disculpas doña Marian y mis disculpas doña Christiane, pero no estaría mal que siguiesen los consejos de don Cesar de Ayala y cubriensen un poco sus senos, más que nada por los efectos nocivos de este vino pueda causarle a mi cerebro de nuevo, pasado un rato. Dicho esto, ahora a lo que vamos, pude ser que seriese, mi buen amigo, que yo posea información de primera mano acerca de esa santa pierna que andan como locos buscando, ya sabe que en esas mazmorras se agudiza el oído de tal manera que las palabras de los carceleros se convierten en notas musicales que uno espera utilizar si es que consigue salir con vida de ese estercolero.


¡Verdad es lo que decís, doña Marian! ¡Que por más pobreza que nos acucien, no rendiremos nuestro honor ante tan miserable capitanejo!

¡Pero por la corona de mi padre el rey! ¡Capitán Perottinni, qué grosero sois! Puedo comprenderos que no habéis visto dama en mucho tiempo, pero de allí a demandarnos a doña Marian y a mí… ¡Qué locura! ¡Somos damas decentes, caballero! ¡Bah! Eso de caballero es bien discutible, si no sabéis diferenciar a una barragana de una señora, no veo qué se puede esperar de vos…

Don César, parece inadmisible que vos hayáis sido amigo de este truhán, pendenciero, mujeriego ¡y borracho! Que no le falta nada para ser más desagradable. Atended a sus palabras, se me hace que entre ellas oculta una verdad que sólo él sabe y que os quiere envolver para recuperar su tesoro… es decir, el vuestro.

Habéis dicho don César que anoche os ocupó unos asuntos. No quisiera incomodaros, pero bien haríais en decirnos lo que habéis estando haciendo ya que compartimos esta hostería y vuestra amistad, que entre amigos no debería haber secretos y por aquí parece haberlos a montones (que hasta doña Marian oculta algo según las runas me han dicho).

Y vos don César, sois un descreído de todo, seguramente desconfiáis hasta de vuestra propia sombra. Hablad, que la intriga me carcome las entrañas y el caldo no llega… El silencio no os devolverá la joya y para colmo le daréis oportunidad al capitán de hablar sandeces a tutiplén…


¡Perottinni me esta robando el color! A usted le va bien el rojo
sangre jajaja no me quiera usted comer tan pronto hombre, quiere usted que me desabroche el corpiño ante sus ojos, no se hizo la miel para gente de su calaña.
No tiene usted bastante con pisarme el sayo, que ahora se pone todavía más verde, mire usted bien lo que hace con sus ojos y no los tuerza tanto que se va a quedar bizco.

Cambie su tinta y deje la mía en paz: Verde que te quiero verde. Verde viento. Verdes ramas. El barco sobre la mar y el caballo en la montaña.
Cancioncilla de un tal don Federico Lorca, igual le conoce usted y es que este verso le va de perlas, porque usted es un verderón. Le voy a sacar los colores. jejeje

Perottinni, cambie usted el color de su escritura, ya que podemos confundir los verdes de la Pradera, busque otro color, o pongase morado jejeje

Vayamos por partes, Perottinni, ¿decís que aguzasteis los oídos en las reales mazmorras? ¿Que tenéis algún dato sobre el paradero de la pierna incorrupta de san Agilolfo? Bien, bien, ya nos iremos entendiendo, quien quiera que posea esa reliquia es el mismo que posee los mil lingotes de oro, aquél que me denunciara al Santo Oficio, el mismo que causó vuestra ruina. Ya hablaremos de eso, pero dejadme ahora que relate a las damas lo sucedido esta madrugada.

Salido que fui de la hostería, me dispuse a buscar a aquel sepulturero que hace tiempo oyó los lamentos de don Jaime de Martín y Lara desde la fosa, el que cuenta la dama que halló el reloj con poderes mágicos. Lo encontré borracho en una taberna próxima al cementerio, y vive Dios que es cierto, que cuando forzó la tumba, don Jaime estaba muerto y en la oscuridad sólo brillaba un reloj muy valioso con una misteriosa inscripción que no recuerda.

Perdió el reloj en una partida de cartas con don Juan Tenorio, a quien tuvo la brillante idea de contar lo ocurrido, y supone él lo tiene, si es que ya no lo ha perdido en alguna de sus apuestas. Y, creedme, cuenta el sepulturero que mientras el reloj estuvo en su poder podía oírse la voz de don Jaime clamando por volver. A fe mía que estas cosas de los muertos y de las ánimas en pena me arrebatan el sueño.

Durante el camino de vuelta tuve la impresión de que alguien me seguía, en medio de la oscuridad y de la niebla, y a fe mía que al volver el rostro sólo veía el abandono de la noche, la suciedad de las paredes y los charcos de la calle, ni siquiera mi sombra bajo el reflejo de las candilejas. A tanto llegó el asunto que me detuve en seco, desenvainé mi espada y varias veces grité: “¡Quién vive! ¡Salid, quienquiera que seáis!” Pero sólo un silencio sepulcral respondió a mi llamada. Al volver a caminar, los pasos volvieron a sonar, de modo que eché a correr hasta la hostería temiendo una emboscada. Y eso es todo, cosas de muertos y del Maligno, a mi parecer.

Al veros, Perottinni, el cuerpo me entró en caja, pues supongo que erais vos quien me seguía por la calle. Y, señora Christine, cierto que soy receloso como una alimaña de los bosques; la vida, la guerra y el presidio suelen dejar esas cicatrices. Y sí, fui amigo de este truhán de Perottinni, y también su camarada de armas, pero confieso que tuve amigos mucho peores. Verdad que es pendenciero, mujeriego, borracho, jugador y cosas peores que no me atrevo a mentar en presencia de dos damas, pero a nada teme y está loco, dos virtudes a tener en cuenta después de lo visto esta madrugada. Vive Dios, sólo de recordarlo se me seca la garganta.

Buttarelliiiiiiiiiiiiiiii

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